Hermelindo, referencia ferroviaria



1 Visitando el apartado de personas inolvidables, me encontré con la fotografía de Don Manuel Rodriguez “el asentador”, que me trajo recuerdos de mi lejana infancia. Lo conocí en casa de mi abuelo Hermelindo Castro Macías, con quien le unía una estrecha amistad, tal y como se recuerda en su reseña biográfica. Ambos eran amantes del buen vino, amenos conversadores y ancianos entrañables, que se reunían con toda la frecuencia que podían para charlar de lo divino y lo humano.
Me pregunto si mi abuelo, aunque no era natural de Villagarcía, no merecería ocupar un rincón entre las “persoas inesquencentes” de la localidad, porque allí pasó los veinte últimos años de su vida, tuvo sus mejores amigos y fue un hombre popular por sus peculiares aficiones.
Llegó a Villagarcía en 1935 como Jefe de la estación de ferrocarril que, entonces, estaba en Carril; allí se jubiló y murió en 1957 en una casa ya desaparecida que tenía junto al rio del Con. Era un hombre bromista, buen anfitrión, buen amigo, pero lo que más destacaba de su personalidad era una desmedida afición por la cría y cuidado de toda clase de animales. La estación estaba plagada de jaulas con canarios, jilgueros, mirlos y ruiseñores silvestres, a los que conseguía hacer cantar en cautividad. Solía tomar el aperitivo en la taberna de Cruces y café en el desaparecido Casablanca, a donde acudía acompañado de un jabalí domesticado que lo seguía a todas partes. Amaestró una nidada de perdices que comían en su mano, tal y como se aprecia en la fotografía en que aparece sentado en el andén de la estación, y a uno de sus mirlos consiguió enseñarle a silbar la marcha real.
Pero con quien obtuvo los éxitos más sonados fue con los perros. En sus largos paseos solía abandonar un llavero, una petaca, o cualquier otro objeto personal y, un kilómetro más adelante, aparentaba echarlo de menos, enviaba al perro en su busca y provocaba el asombro de sus acompañantes cuando el perro regresaba con el llavero en la boca. Otras veces le ponía al perro en la boca una nota manuscrita y lo enviaba al perro a la cantina de la estación en donde, Angelito, el concesionario, conocedor de los golpes de efecto que buscaba mi abuelo, la sustituía por la cajetilla de tabaco solicitada para algún visitante o amigo. Otro efecto espectacular lo conseguía cuando enviaba al perro en busca del banderín para dar la salida al tren, indicándole el color rojo o verde que, según el caso, procedía utilizar. Naturalmente se trataba de un truco bien montado, pero la admiración por el resultado obtenido era general.
En aquella vieja estación nacimos la mayor parte de sus nietos y pasamos largas temporadas. Allí veíamos, casi a diario, al Tiroliro, otro personaje inolvidable, que merodeaba por el andén solicitando algún patacón de los viajeros y nos asombraba a los niños bailando una peonza construida con una moneda de real, cuyo orificio central atravesaba una pequeña astilla de madera que le servía de eje para girar. Estoy seguro de que todavía queda gente que, leyendo estas líneas, refrescará su memoria sobre acontecimientos lejanos.
Comentario por Un nieto de Hermelindo (18-05-2010 19:59)
Hermelindo y las perdices
Ésta es una historia copiada del libro FERROVIARIOS escrita por Laureano Castro (Milón para la familia, para saber de dónde viene el nombre hay que leer Rocambole) con su permiso y por cierto satisfecho de que recuerde sus anécdotas. Dice Milón…
En la primavera del 38 mi padre me manda a Figueirido. En la estación me debe estar esperando Currás con unos huevos de perdiz. Pretende desarrollar el experimento de ponérselos a una gallina con el fin de que los empolle, nazcan los perdigones, que la gallina haga de mamá y que la familia sea feliz. Y él, observando.
Me apeo y, en efecto, allí está. Grandullón, bonachón y cariñosisimo, obrero de Via y Obras, era hombre de confianza de mi padre desde la huelga del 17.
En cuanto me ve bajar, se me aproxima. “Hola, Milonsiño. Dile a papá que yo tenía vigilado el nido pero que cuando fui hoy a coger los huevos ya estaban los perdigones que salieron corriendo cada uno por su lado y que me costó mucho trabajo atraparlos”.
Conociendo las reacciones del autor de mis días me eché a temblar. Pero, ¿qué
podía hacer sino llevármelos?
No me equivocaba. Hermelindo al ver de lo que yo era portador monta en cólera lo que para para él era muy fácil. Le llama animal a Currás una docena de veces y afirma que aquello es un crimen porque los perdigones están condenados a morir. Pero allí están los pobrecitos, delante suya, gimoteando. Y hay que intentar salvarlos.
Todos los chavales empezamos a coger saltamontes y el jefe, con una paciencia que no tenía para su esposa, hijos y subordinados, golpeando con la uña del índice derecho sobre los alimentos, incita a los recién nacidos a comer. Y lo consigue.
Los perdigones empiezan a crecer y a desarrollarse a una velocidad asombrosa. Llegadas las 6 de la tarde y ante la expectación general, en pleno andén les abría la puerta. Salían como cohetes y los primeros minutos constituían un espectáculo curioso y entrañable. Corrían en todas direcciones.
Una vez desfogadas, la numerosa comitiva echaba a andar. Atravesábamos las vías y por los campos y caminos nos dirigíamos al monte cercano. De vez en cuando mi padre les silbaba en tono apacible y cariñoso.
Un día cuando ya estaban hermosas y potentes, cuando eran perdices hechas y derechas, pasado un pinar nos dimos de bruces con una pronunciada ladera en cuyo fondo brillaba al sol un prado verde y jugoso. Sin motivos para poder sospecharlo, de sopetón, como si todas se hubieran confabulado en secreto, levantan el vuelo con el seductor y majestuoso repiqueteo de alas y planean hacia abajo hasta alcanzar las verdes yerbas. Uno de los acompañantes suspira:Jefe, adiós perdices.
Empezamos a descender poco a poco con el silbar suave y familiar de Hermelindo. Y se hizo con ellas sin esfuerzo alguno porque quizá en su ánimo no había estado presente la huida, sino el disfrute. Y, como todos los días, regresaron al jaulón cuando ya anochecía. Las perdices se hicieron famosas
Comentario por Milón (22-05-2010 18:16)
“Un nieto de Hermelindo” comenta las cosas que hacía con los perros. Milón escribe este contiño…veridico.
Durante la guerra civil mi padre tiene un perro, Tilín, que le proporciona las mayores satisfacciones. Sin duda el mejor de todos. Es un can inteligente, brincador y efusivo.
En aquellos años la colonia veraniega sorprendida allí por los acontecimientos se amolda a hacer de Villagarcía su normal residencia. Cerca de la estación, en el jardín de Artime, hay un importante núcleo de madrileños que disfrutan de una posición social destacada. En la zona de las obras del puerto la duquesa de Terranova tiene un chalé.
Una tarde de verano la distinguida dama, acompañada de una amiga, ruega a mi padre que su famoso perro haga alguna de las exhibiciones que tantos comentarios origina. El jefe de la estación accede gustosísimo. Suelta el perro que no acaba de dar saltos de alegría. Echan a andar por la vía, charlando, hasta las agujas de entrada sentido Vigo. A todo esto Tilín ha hecho caca y pis y va apaciguando su desenfreno inicial.
En casos como éste, que se repiten a menudo, lo establecido era que a una seña de mi padre cualquiera de los ferroviarios más cercanos situasen al borde de la mesa de trabajo del jefe, en el lado opuesto al que se sienta, los siguientes objetos y por este orden: banderín rojo, banderín verde (hoy es amarillo) y gorra de uniforme. Pero ese día el ferroviario que fuese se equivoca y altera el orden. Mi padre, como es lógico, lo ignora. Y llega la hora de la verdad.
“¡Tilín! ¡El banderín rojo! ¡Corre!” El perro arranca como una máquina. Se le ve desandar los cien metros, alcanzar el andén, girar bruscamente a la izquierda y desaparecer en la oficina del jefe. Al momento sale con algo en la boca y reemprende veloz carrera. “Coño… qué pasa aquí. Este maricón me trae la gorra de uniforme” -se dice para sus adentros el jefe. El perro está ya a su lado ofreciéndole, con su carisma incomparable, el porte a su dueño.
La reacción de Hermelindo no se hace esperar. Coge la gorra, se la encasqueta, acaricia al perro, se vuelve hacia sus distinguidas acompañantes y con un aplomo más que convincente, les dice: “Vean si es inteligente este perro que como sabe que no debo utilizar el banderín sin la gorra, me trae primero la gorra”. A continuación: “¡Tilín! ¡El banderín rojo!” ¡Corre! Otra vez emprende el perro la carrera. Hermelindo piensa: “Como vuelva a fallar, esta vez estoy jodido. No tengo disculpa”. Pero Tilín regresa veloz con el banderín rojo. La cosa estaba encarrilada. ¡Tilín! ¡El banderín verde! ¡Corre!” Y lo trae sin distraerse ni una fracción de segundo, sin tomarse el más mínimo descanso, voluntarioso y disciplinado.
Con todos mis respetos para la cultura y la lucidez mental de las dos señoras, la arrolladora fuerza de los acontecimientos, tal y cómo se desarrollaron, las dejó impresionadísimas.
Un nuevo éxito del jefe a celebrar en la bodega, con sus amigos, bebiendo el mejor ribeiro llegado de Ribadavia.
Comentario por Milón (25-05-2010 14:33)


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