EL ÚLTIMO PARAÍSO. Por Manu Guinarte.
Hermosos pastizales escoltados por una hilera de robustos ?vimbieiros?, intransitables cañaverales luciendo hermosos penachos… Y todo generosamente regado por el arroyo que para nosotros era simplemente El Río. Las diversas fincas, cada una con su nombre y distintivo, delimitaban nuestro territorio en zonas de juego. Luego estaban las huertas, inagotable despensa rica en fruta prohibida. En conjunto, a todo este espacio vital lo denominábamos Fandiño, precisamente en honor a uno de los propietarios de aquellos terrenos. El Campo, una irregular explanada verde cercana a la estación del tren, lo habíamos tomado como propio; lo que hasta hace poco era una tupida ‘toxeira’, una vez desbrozada con ahínco se transformó en nuestro rectángulo de juego, de tierra y con muchos baches pero por lo menos practicable para el balompié.
No era tan sencillo acceder a él desde nuestra calle; un desaparecido almacén de construcción lo impedía, haciéndose imprescindible su total bordeado, y como prueba final, el salto del río, muy dificultoso en época de crecidas. Río cuyo cauce discurría libre bajo una de las aceras, siendo posible recuperar -levantando las tapas del alcantarillado- cualquier objeto flotante que su furioso caudal nos arrebatase antes de ser encañado.
La temporada de los renacuajos -o cucharillas- atraía nuestra insaciable curiosidad, tiñendo de negro el fondo de las innumerables charcas donde prosperaban. Aquel mismo fondo cuya arenilla utilizábamos a modo de rudimentario jabón para lavarnos las manos antes de regresar a casa, espantando a los gráciles ‘zapateros’ que se deslizaban como bailarines por la nítida superficie. Apartado del frecuentado paso a nuestro campo se hallaba el temido pozo, tapado con una gran piedra lisa y cuyo ruidoso fluir de aguas nos atraía temerariamente. Desobedeciendo la prohibición de los mayores nos acercábamos a la espeluznante sima sabedores de la leyenda que le atribuía misteriosas desapariciones de incautos niños, terriblemente engullidos y quizás reposando en sus oscuras entrañas. Aquel lugar nos fascinaba, formaba parte de la aventura del crecer envuelta en un halo de inocencia, pertenecía a nuestro submundo fantástico. La creencia en una amenaza tangible y la constante demostración de valentía formaban parte indisoluble del mismo.
Con una equipación modesta creamos nuestro propio equipo de fútbol, al que denominamos, cómo no, Fandiño FC, y durante varias temporadas formamos parte de una competición liguera junto con otros barrios, a celebrar los sábados por la tarde. El equipo más fuerte y temido era sin duda alguna el de Los Duranes, más que nada por la edad de los jugadores, superior a la nuestra. El desplazamiento más largo a efectuar como visitantes era al campo de Larsa, siguiendo el trazado de las vías del ferrocarril en una interminable excursión. Comparado con el nuestro, aquel terreno de juego nos parecía inmensamente grande, por no hablar del tamaño de sus porterías.
Como todo tiene su parte negativa, con tanta humedad y sobre todo en verano las descuidadas fincas semejaban un criadero de virulentos mosquitos, los cuales y llegado el anochecer se abalanzaban sin piedad sobre nosotros en forma de una espesa nube, picándonos por todo el cuerpo sin remisión. Aquellos riachuelos que definían nuestra ciudad hace siglo y medio, juraban venganza en época de lluvias reclamando sus desaparecidos cauces y lechos arrebatados, porque Vilagarcía, a fin de cuentas, se levanta sobre un espacio ‘mimoso’ surcado por mil y un ?regatos?.
Fandiño FC, 1974-75. Fotografía: Victoria Guinarte.
De izquierda a derecha: Romualdo (portero), Pancho Culler, Manu Guinarte, Javier Lizabe, José Manuel Carregal y Alberto R. Rey. Infantiles: Juanma, Jose Lizabe, Ignacio R. Rey, Fran Porto y
Javier R. Rey.
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