Alameda distinta

 

Era pequeña a los ojos de hoy pero cuando era niño me parecía enorme.

La niñas jugaban hacia la zona de Calicó y los chavales jugábamos al futbol en la zona del palco de la música. Las porterias eran dos árboles de cada lado y la longitud del campo era el ancho de la alameda.

El riesgo principal era “el torero” que a veces esperaba escondido a que la pelota escapara hacia la zona de Lago y Lago. Si no llegábamos a tiempo la atrapaba, la cortaba con una navaja y tiraba los restos al mar.

Cuando era la época de patinar, la pista era: alameda, Valentín Viqueira y Baldosa también con gran “cabreo” por parte del mismo guardia. No recuerdo que patinando nos hubiera pillado a alguno aunque a veces tuvimos que escapar por Conde de Vallellano.

Comentario por Paco Salgado (20-04-2010 23:44)

Como dice Paco, cuando éramos niños la Alameda nos parecía enorme. Del mismo modo, los bancos de piedra con respaldo de hierro fundido nos parecían muy altos; y los árboles, sobre todo cuando tenían abundantes hojas, se nos antojaban gigantescos; y las farolas, altísimas. Todo es cuestión de edad y estatura. Luego, los años van pasando y uno crece; sin embargo, la Alameda, los bancos, los árboles y las farolas, siguen teniendo las mismas dimensiones. Y así, tal vez un poco decepcionados, ya nada nos parece tan grande como antes; y, sin darnos cuenta, vamos observando que las cosas tienen su justa medida y, en cierto modo, para nosotros han perdido aquel interés de lo inalcanzable.

 

En nuestra Alameda, entre los múltiples juegos que practicábamos, solíamos hacer carreras. Partíamos del extremo sur (contiguo a la calle Valentín Viqueira), y terminábamos en la fachada del comercio de efectos navales ?Casa Calicó?, que era la meta. La salida, como era preceptivo, se iniciaba al terminar de contar: uno, dos, tres. Y allá íbamos, corriendo a toda la velocidad que nos permitían nuestras fuerzas -con las limitaciones propias de la edad-, sorteando a las personas que paseaban tranquilamente, y que nos reprendían cuando pasábamos muy cerca o tropezábamos con ellas; y, también -esto era lo más peligroso-, esquivando las farolas que se interponían en nuestra desaforada carrera.

 

Llegábamos a la meta ?Calicó? como podíamos. El primero que tocaba la pared era el vencedor absoluto. Pero, a veces, alguno de nosotros no llegaba. En la frenética carrera, al tratar de esquivar a algún paseante, te encontrabas de frente con una de aquellas farolas y ¡Zas! Un tremendo golpe en la frente y salías rebotado, cayendo al suelo. Herido, más en la dignidad que en la frente, te levantabas con arrogancia, pero desorientado; y, sacando fuerzas de flaqueza, reanudabas la carrera, pero en sentido contrario? Al poco rato, porque la naturaleza infantil es así, ya no andabas a la deriva. Estabas totalmente recuperado.

 

Llegabas a tu casa, acalorado, encendido? Y con un tremendo chichón en medio de la frente. Reprimenda impresionante de tus padres o abuelos, acompañada de media docena de azotes en las posaderas, compresas de agua fresquita sobre la frente y, tal vez, algún ungüento mágico antiinflamatorio. Al día siguiente: ¡A ver lo que haces?! ¡Ten mucho cuidado?! ¡No corras como un loco?! Y, de nuevo, a jugar en la Alameda.

Comentario por Roberto Núñez Porto (23-04-2010 22:17)

 


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